Parte de la magia de viajar es encontrarse con lugares y momentos que nunca se habían cruzado por tu mente. Es hallarse en situaciones excepcionales, increíbles, inimaginables; hallarse en lugares guajiros. Es conocer personajes fascinantes y sentirse parte de una historia. Es ese extraño sentimiento que te recorre el cuerpo cuando te vuelves consciente de tu camino, un camino que nunca imaginaste caminar. Al final, es nunca perder la capacidad de asombro, la capacidad de disfrutar, la capacidad de hacer de tu recorrido una aventura. Esa es la parte más surrealista de viajar. Tal como el día que llegué a Malasia, y es que, ¿Qué hacía yo en Malasia? ¿Qué hacía yo perdido en las calles de Kuala Lumpur?
Kuala Lumpur es una ciudad que se ubica en un valle del sultanato de Selangor, en la península de Malaca y entre dos ríos: el Klang y el Gombak. Son las tierras bajas de Asia y el Pacífico, territorio federal del gobierno Malayo y un lugar muy lejano a mi casa. En realidad yo iba rumbo a la India, pero el avión hizo una escala de 18 horas en Kuala Lumpur y yo tenía que salir y conocerla, quedarme en el aeropuerto sería a todas luces un crimen. Así que decidí esperar a que saliera el sol para comenzar a recorrerla y volver con toda la calma a las seis de la tarde al aeropuerto y así encaminarme al reencuentro con Adriana en la India. Moría de ganas de volver a verla, pasara lo que pasara en Kuala Lumpur, no podía perder ese avión.
Kuala Lumpur me dejó estampas y postales que aún me vienen frescas a la memoria. La imagen de las grandes mezquitas. El caos vial. Los templos budistas y el barrio chino. El mejor arroz frito que he probado en mi vida. Lo complicada que es para el peatón. La imagen de una ciudad de contrastes, de mucho comercio, de mucho marchante. De una mezcla de culturas asiáticas con enlaces milenarios, una metrópolis oriental de mucho movimiento. No se me olvidará la tormenta que cayó como un monzón y que duró unos 30 minutos. No se me olvidará cómo luego salió el sol. Me metí a templos, caminé por barrios humildes y crucé palacios. Y cuando se acercaba la hora de volver, el autobús que me llevaría al aeropuerto se retrasó.
La llegada al aeropuerto se volvió de película. Tenía 40 minutos para hacer el check in y llegar a la sala de mi vuelo, y la ley de Murphy empezó a aparecer de manera sutil y silenciosa. No había check in electrónico y la fila del mostrador era enorme. El control de seguridad era de dos pasos, y por si faltara, mi sala estaba en uno de los extremos del aeropuerto más grande de la región del Pacífico, una nave con 76 puertas de embarque, decenas de escaleras eléctricas y confusas señalizaciones. Y justo ahí, vino el error. Sin querer me metí en un túnel que según yo me llevaría a mi sala, pero sólo me estaba alejando. El drama se apoderó del momento; estaba a 5 minutos de que cerrara mi vuelo y yo no encontraba la sala. Al final no dejé de correr, de preguntar y en un acto de valentía llegué cuando estaban por cerrar la puerta. Cuando de manera cardiaca entré al avión, sabía que la aventura había valido la pena, y ahora iba rumbo a ella, ya nada lo detendría. Iba rumbo a nuestro reencuentro en Kerala, una región selvática en la India del sur.