Pararme en una tabla y agarrar la ola. Surfear. Creo que soñé con eso desde hace más de veintitrés años y por mucho tiempo lo fui dejando pasar. Tal vez era la pena o tal vez era el miedo. Quizás eran ambas. El sueño se cumplió hace un año y no pudo ser mejor, fue en la playa de Coolangatta, en la costa este de Australia, una de las tierras prometidas del surf. Y aún me acuerdo con emoción de la historia de ese día, el día que surfeé por primera vez.
Era mi penúltimo día en Australia y aún no había surfeado. Le dediqué toda mi atención a una rigurosa observación del fenómeno desde diferentes perspectivas, ya había estudiado técnicas, escuelas, locaciones y precios. El scouting estaba hecho, pero por alguna razón todavía no me había metido al agua con la tabla debajo del pecho en la búsqueda de una ola. Aún me lo pensaba. Y es que era un paso que significaba mucho. Algo así como la culminación y el inicio de un sueño. El cumplir una promesa de vida. De esas promesas que te gusta cumplir.
Y así, esa mañana desperté prometiéndome que cambiaría la historia de mi vida, era en ese momento o nunca, y es que esa misma noche tomaba una camioneta que me llevaría de regreso a la Costa Dorada, para luego volar a Sydney y seguir mi camino hacia la India. Era en ese momento o nunca. Era en ese momento, o nunca. Y fue.
Y fue muy emocionante. Desde ponerme el traje por primera vez. Desde echarme la clase. Desde cotorrear con el maestro que era un gran personaje que surfeaba desde los cinco años. Desde aprender los trucos claves. Desde sentir el agua fría, desde ir perdiendo el miedo. Y fue una aventura. Porque al final sí pesqué un par de buenos consejos y sí logré agarrar unas cuantas olas. Sentí lo que se siente pararse en una tabla que se desliza con la ola, con la corriente del océano, con la mar. Y ahí estuve, toda una mañana pescando olas. Cansándome. Divirtiéndome. Siendo consciente, estando presente, y siendo feliz. Fue un momento feliz. Y fue.