Traficante de sueños

Sigo sin creerme el engaño que hemos construido alrededor del dinero, pero sé muy bien que cuando hace falta, lo más recomendable es trabajar y ganárselo. Salir a la calle y tirar tus mejores anzuelos. Salir a la calle y confiar en tu talento. Salir a la calle y saber esperar. Es el arte de buscarse los panes y los peces. Es el arte de buscarse la vida.

Y así, desde el segundo día que estuve en Barcelona, salí a patearme las calles con curriculums en mano y con los ojos bien abiertos. Caminaba desde el Gótico hasta La Sagrera, desde el Mercado de los Encantos hasta Gracia, desde Parallel hasta Puerto Viejo.

Cinco días después, sonó mi teléfono. 

La vacante era de promotor de tours en un buró de información turística que estaba en el corazón de la ciudad vieja, en plena Rambla. Esa tarde me entrevistaron y me preguntaron qué tanto sabía de Catalunya, qué recomendaría de Barcelona y cuántos idiomas hablaba. Con la fortuna de mi lado y un par de ases bajo la manga, esa misma tarde me contrataron y así comenzaba una nueva historia en mi vida. Vaya ironía, después de viajar por siete meses, ahora yo ayudaría a otros viajeros. Vaya ironía, un pata de perro ayudando a otros patas de perro. Vaya ironía, un mexicano dando recomendaciones de Catalunya. Vaya ironía y vaya reto.

La primera semana estuve a prueba y lo dejé todo en la cancha, corrí los noventa minutos y el tiempo complementario. No importaba el horario, yo entraba de refresco y era bateador emergente; tenía que ganarme la titularidad. Trabajaba por los días y estudiaba la historia de Catalunya por las noches. Fui investigando lo más importante de cada sitio turístico, y poco a poco, fui armando mi documento de voceros. Tuve que aprenderme el detalle de más de cuarenta tours que operaba la agencia todos los días y todas sus combinaciones. Y todo, para ser dicho en cuatro idiomas. Fuera como fuera, con señas, dibujos, ademanes y gestos. Y es que podías equivocarte, pero no podías morir en el intento.

Y ahí andaba un mexicano valiente hablando maravillas de Catalunya. Contando la magia arquitectónica de Antoni Gaudí y su trencadís, relatando historias de la revolución de Pablo Picasso y las maravillas de un tal Salvador Dalí. Hablando de Girona, de Sitges, de la Costa Brava, Tarragona, Figueras y los Pirineos. Y ahí andaba un mexicano cometiendo muchos errores, pero aprendiendo. Tratando de divertirse y haciendo su máximo esfuerzo; rifando el físico y el intelecto. Y aunque a mi jefe lo que le importaba era vender tours, a mi lo que me apasionaba era dar información. Me gustaba la idea de ser un consejero. Vaya fascinante oportunidad, mi oficio era contar emocionantes historias y ayudar a otros viajeros, hacerles saber que estaban en un gran lugar.

En el trabajo hubo un par de personas que me ayudaron mucho a mantenerme en la lista de los once que saltan a la cancha. El primero fue Mattia, un italiano de las afueras de Milán que se había buscado la vida entre Londres y Barcelona, y que aunque oficialmente no era mi jefe, era el verdadero capitán del barco. Era un amante de su trabajo y tenía un sexto sentido para vender. Y a pesar de mi nula experiencia en el oficio de los metales y los billetes, a mi siempre me echó la mano. Quizás porque veía que realmente disfrutaba hablar con otros turistas, o quizás porque veía que lo que no me sabía, me lo buscaba. Lo cierto es que Matti era el brazo derecho de la verdadera jefa y siempre le habló bien de mí. Él fue el que me dio la verdadera oportunidad.

Otro tipo que me ayudó mucho fue el Jordi, un verdadero camarada y un auténtico personaje. Un tipo despierto y despabilado que había viajado lo suficiente para saber cómo buscarse la vida. Alguien que sabía lo que era empezar de nuevo, y que por lo mismo, siempre tiraba buena energía. Uno de esos genios que quizá no destacó en el colegio pero que saben muy bien de qué va la vida. Uno de esos bucaneros que tienen labia y tienen verbo, que cantan cuando hablan y que no tienen miedo. Un tipo que lo que no se sabe, lo inventa. Y que lo inventa con tal vehemencia, que al final se vuelve cierto. Un tipo que siempre me ayudó y me tiró buena vibra. Otro aventurero y un hermano catalán.

Y aunque hubo momentos difíciles en el trabajo y no fue fácil ganarme mi lugar, después de la curva de aprendizaje del primer mes, vaya que empecé a disfrutarlo. Hablaba con conocimiento de causa, contagiaba a los clientes, compartía fascinantes relatos, anécdotas y leyendas de la ciudad. Y todos los días, conocía a gente de todo el mundo. Es por eso siempre contaré que aunque mi contrato laboral afirmaba que yo era un vendedor de tours en Barcelona, en mi fantástico imaginario yo era un traficante de sueños.

Y aun así, cuando vivía mi mejor momento en el trabajo, decidí irme. Era momento de volver a viajar.