La canasta de sueños

“The basket’s spiral of steel follows you. Inward, to reflect and to draw inspiration from the mountains, the lake, and from those who are with you. Outward, to dream for the future. Time flies, eternity awaits…” (Public domain, Queenstown Hill, NZ.)

Los espirales tienen la magia de no saber dónde comienzan y dónde terminan, siempre están girando. Por eso, sus reflejos no tienen una dirección; no sabemos si la luz va de ida o va de vuelta, no sabemos quién la recibe y quién la envía, no sabemos de dónde viene y a dónde va, lo importante es que se mueve. Y cuando la metáfora se vuelve realidad, la energía que existe entre lo profundo del mar, los matices de las montañas, el brillo de los lagos y el reflejo de las personas, está en constante movimiento, hacia adentro y hacia afuera, en círculo. Es luz en espiral, que viene y que regresa, que existe. Y mientras esté girando, a todos irremediablemente nos llegará.

Mi primer destino en la Isla Sur de Nueva Zelanda fue Queenstown, uno de esos lugares que parecen sacados de una pintura del impresionismo francés, con oleos que van entre lilas, cremas y morados. Está en la región del Otago y toca el ombligo del gran lago Wakatipu en una de sus bocanas. Sus primeros habitantes fueron los maoríes que llegaron en el año 1100 después de Cristo, buscando a Pounamu (la gran piedra verde), y al llegar, encontraron uno de los lugares más lindos del mundo para vivir. Hoy en día es un elegante pueblo iluminado a los pies del lago, y casi todo el año, el sol se esconde en las montañas nevadas tejiendo una majestuosa tela de rayos de luz. Sus atardeceres tienen texturas blancas y naranjas. La postal no puede ser mejor.

Una de las colinas que flanquea a Queenstown es la Queenstown Hill, y a mí un buen amigo inglés me recomendó subirla justo antes del atardecer, decía que valía la pena caminar ganándole la carrera al sol para llegar a ver su puesta. Yo logré llegar un poco antes de que se iluminara el otro lado del mundo, y estando arriba, me encontré una estatua de metal que se levanta en forma de espiral y que se hace llamar «La canasta de sueños». Recostadas en su base se leen las palabras con las que comienzo este texto y que te recuerdan que la energía está girando, que se refleja hacia el interior y hacia el exterior, que el tiempo vuela, y que la eternidad nos espera. Y ahí, en medio de esa inmensa soledad, me dio por pedir deseos. Quería mandar buena energía en espiral para que llegara lejos. Pensaba en los míos y en México, pero sobre todo, sentía a una persona muy especial. Sentía muy cerca a mi Tía Maruja.

Mi Tía Maruja es una mujer sabia que está llena de luz. Su energía la he tenido muy presente durante todo este viaje, me ha acompañado en cada destino y en cada rincón, siempre suele traer alguna palabra, alguna enseñanza, alguna frase o alguna sonrisa. Su historia de vida es brillante porque está llena de anécdotas de amor, de valentía y de la fuerza positiva de la vida. Es maestra en curar actitudes y energías, es una mujer de poder. Y para mí, es puro cariño, es mi madrina, y es la alegría que me recibe cada vez que nos vemos. Es una verdadera guía, es alguien que se ha dedicado a enseñar el perdón, entre otras de las cosas importantes de la vida.

Y cuando estuve en esa escultura de metal con el sol guardándose en el regazo de la cordillera, mi mayor deseo se elevaba con las corrientes de viento frío que empezaban a bajar desde los glaciares, los que alcanzaban la colina. La cima de la Queenstown Hill es uno de esos lugares ideales para recolectar energía, y yo decidí mandársela a mi tía. Pedí que viniera un buen camino para ella, que saliera toda su fuerza, su magia y su valentía. Pedí que todas la energías positivas que ella le ha mandado a tantas personas durante toda su vida, ahora la envolvieran. Y desde entonces, sé que «la canasta de sueños» está un poco más llena, porque mis buenos deseos ya van de camino a mi tierra. Van hacia ella en espiral.