Far North

Siempre quise ser marinero y algún día capitán. Elevar ancla y dejar que el viento sople la vela. Trenzar la inmensidad del mar siguiendo las estrellas y con el norte de referencia. Confiar en la marea y siempre llegar a nuevos puertos. Explorar y navegar. Algún extraño embrujo debe tener conmigo el mar que siempre me vuelve a llamar. Y aquí me tiene de nuevo, en algún lugar perdido del lejano norte de Nueva Zelanda, a punto de embarcar.

El tercer día que estuve en Nueva Zelanda decidí partir rumbo al mar, me fui a Paihia Beach, una playa que está un en Bay of Islands, al noreste de la Isla Norte. Ahí, habitan 140 islas, varias playas doradas, rocas milenarias, naturaleza y mucha agua salada. Paihia está en la región del Waitangi, un sitio histórico para Nueva Zelanda. Y es que el 6 de febrero de 1840 aquí se firmó el tratado entre los maoríes y los «pakehas» -hombre blanco en maorí- que le otorgaba varias tierras a la corona británica a cambio de derechos y territorios para los maoríes. Esta fecha y este tratado se recuerda cada año como el día que comenzó Nueva Zelanda como nación, es festivo en todo el país.

Sin embargo, los maoríes, desde entonces y hasta la fecha, han levantado la voz como protesta y es que nunca se cumplió el acuerdo que se firmó entre el capitán irlandés William Hobson, que servía a la corona británica, con Moka Kainga, uno de los principales jefes de las tribus maoríes, los pakehas comenzaron a adueñarse de todo el territorio. Desde esos años cuarenta del siglo XIX, Moka Kainga se convirtió en el primer activista maorí que luchó para que el hombre blanco respetara su palabra. Pero Hobson y los británicos no tuvieron mayor reparo y comenzaron a despojar a las familias maoríes de sus tierras. Sin honor y sin garantía, el hombre blanco le quitó al menos 20 millones de hectáreas al pueblo maorí en las siguientes décadas.

Para mí, Paihia fue una playa de agua esmeralda, casi transparente, donde comencé a explorar estas fantásticas islas verdes. La tarde del segundo día que estuve ahí tomé un ferry que me llevaría a la península de Russell, el otro extremo de la bahía donde los peregrinos comienzan la expedición de las 140 islas que tiene esta parte del mundo. Era la primera vez que navegaba por el mar de Nueva Zelanda y, con el último sol de la tarde a mis espaldas, el murmullo de otra aventura se podía escuchar.

Para cuando llegué a Russell, ya tenía una confirmación para pasar la noche en una granja orgánica que en el mapa no pintaba tan lejos del muelle principal. Solo, con mochila al hombro y mis botas de cuero, comencé a caminar por una carretera que según mis coordenadas me llevaría sin mayores contratiempos a la granja, sin embargo, la noche comenzó a caer y a mi celular le empezaban a quedar escasos minutos de pila. Cuando el valle se oscureció por completo, comencé a escuchar los sonidos del bosque que rodeaba la carretera, había muchos animales, las plantas se movían y mi instinto de alerta se activó. De repente, mi GPS dejó de funcionar y se borró la ubicación del destino, no sabía hacia dónde me dirigía. Estaba yo, conmigo, caminando en algún bosque perdido del norte de Nueva Zelanda.

Mantuve la calma y seguí andando, me emocionaba sentirme tan lejano y decidí que el último suspiro de mi pila lo usaría para poner una canción que desde hace varios años significa mucho en mi vida: “Society”, cantada por Eddie Vedder para el disco sonoro de “Into the Wild», una película que cuenta la historia real de un joven que decidió emprender una expedición en solitario por la costa oeste de los Estados Unidos hasta llegar a Alaska. Con cada cuerda, cada acorde y cada palabra de la canción, la sangre se me ponía tibia y me ganaba la emoción. Mi caminata en la oscuridad de esa carretera de Russell tuvo tintes de novela. Después de un rato, la canción paró porque el celular se había quedado sin batería.

Esa noche caminé más de diez kilómetros entre colinas, valles y un par de ríos. Vi liebres, venados, pájaros y varias granjas de corderos. Por momentos, salió mi lado salvaje y sólo seguí mi instinto. Cuando el viento ya silbaba fuerte y el frío apretaba, se apareció un letrero en el camino que decía: «Welcome to Rushmore Farm», la famosa granja orgánica. Ya adentro, la Sra. Rushmore fue muy amable conmigo; me prestó una toalla y jabón, me dio pan, unos huevos de gallina orgánicos y una lata de sweet beans. De no haber sido por ella, no hubiera cenado esa noche.

Pasar la noche en esa granja fue toda una experiencia, prácticamente fue acampar. Normalmente estos cuartos son para backpackers que vienen a trabajar a cambio del hospedaje y la comida en la granja. Muchos jóvenes de todo el mundo lo hacen como parte de sus “working holidays”, que es una visa que te permite viajar por todo el país a cambio de trabajar en diferentes lugares. La mayoría de los trabajos son en hostales, granjas, restaurantes y en campos de uva, cereza o mora azul. En esta granja, el trabajo era encargarse de la composta, las gallinas, los pozos, el huerto y las ovejas. Más de una vez, me pasó por la cabeza qué sería de mi vida trabajando ahí, entre la calma y el campo.

Los días que estuve en el norte de Nueva Zelanda me sentí muy lejos de casa. Maravillado por los lugares que había visto, decidí que tenía que quedarme más tiempo en Nueva Zelanda. Después de todo, quién sabe cuándo volvería. Pasé un par de días más en Paihia y luego tomé un autobús que me llevaría a Taupo, un pueblo a las orillas del lago más grande de Nueva Zelanda, al sur de la región del Waikato, en la parte media de la Isla Norte. Para muchos, la Tierra Media.

Fuentes:

Hazlehurst, Kayleen M. (1995), ‘Ethnicity, Ideology and Social Drama: The Waitangi Day Incident 1981’

The Authentic and Genuine History of the Signing of the Treaty of Waitangi.

http://www.teara.govt.nz/en/land-ownership/page-1