Muchos sueños comenzaron en California, el mío también. Desde hace mucho tiempo empecé a imaginarme otra vida. El lado izquierdo de mi corazón se retorcía con todas las horas que pasaba en la oficina, y aunque me gustaba gran parte de lo que hacía, casi todos los días una voz me decía que la vida tenía que significar mucho más. Quería dejar la ciudad y salir a explorar. Quería cambiar de aires. Quería probar suerte y hacer lo que más me gusta. Quería escribir y viajar.
Tomar la decisión fue un largo camino de trabajo personal, sin duda el más difícil que me ha tocado. Dejé la chamba justo cuando mejor me iba, cumplía el quinto año colaborando para la compañía y parecía que se abriría una gerencia para la que podía concursar. Era el momento de la verdad; quedarme y entrar de lleno al mundo corporativo escalando en el organigrama, o dejarlo todo y volver a empezar. Sentía que era la última llamada, el último tren, quizás la última oportunidad. Respeto ambos caminos, yo decidí renunciar.
Y así comenzó el viaje. Luego de una buena temporada con mis papás, tomé mi mochila y me fui a Los Angeles. Nunca supe bien por qué, pero en mi imaginario siempre aparecía California entre mis planes, era el punto de partida. Quizá era la curiosidad de conocer una tierra que alguna vez fue parte de México, y que algún día, dejó de serlo. Quizá era porque a este estado diario llegan personas de todo el mundo buscando una mejor vida, quizá porque miles han probado aquí su talento. Quizá era porque en esta costa todavía se respiran sueños.
Los Angeles es una ciudad de 1,214 kilómetros cuadrados y más de 270 barrios. La ciudad tiene cuatro millones de habitantes, y dieciocho, sumando sus cinco condados. Es una de las ciudades con más diversidad en el mundo y su aeropuerto es el más transitado. Aquí viven personas de 180 países y se hablan alrededor de 140 lenguas diferentes. La mezcla cultural es inmensa, y casi por definición, es tierra de inmigrantes. Yo llegué a un hostal en Hollywood y nunca olvidaré la emoción que sentí cuando comencé a caminar por su boulevard, mi famoso viaje, ya era una realidad.
En los días que estuve en California, me dediqué a conocer sus playas. Tomé el “Pacific Surfliner” y recorrí parte de la costa sur en tren. Estuve en Santa Monica, Carpintería, Ventura y Santa Barbara. En Santa Monica, pasé todo el día acostado frente al mar y me tocó el “Japan American Kyte Festival», una fiesta que llenó de papalotes la bahía. Ahí, me gustó mucho ver una playa tan grande y tan limpia, parecía un campo de arena bajo el enorme sol.
En Santa Barbara, pude caminar las cuatro millas que tiene de playa y conocer su famoso puerto. No se me olvida ese largo paseo entre las palmeras, disfruté cada instante y cada momento. Y aunque el agua estaba muy fría, me metí al mar para celebrar mi nueva travesía, mi segunda vida. Tampoco se me olvida la buena vibra que sentí de mucha gente que me veía viajando solo con mi austera mochila. Varias personas me devolvieron la sonrisa.
De Santa Monica, me llevo en la mochila toda la magia que tiene su arena dorada. De Santa Barbara, me llevo las palmeras más altas. De Hollywood, me llevo las ilusiones de todos aquellos que vi probando fortuna.
Al final, California significó tener las agallas y arriesgar. Arriesgar y creer en tu capacidad. Arriesgar y confiar en tu talento. Arriesgar y dejar atrás cierta comodidad que a cualquiera le despeina el ego, y que sin quererlo, puede alejarte de tus arrebatos y sueños, de eso que decías que te hubiera gustado ser. Arriesgar y escuchar tu intuición, hacerle caso al corazón, o por lo menos, dejarlo todo en el intento. California es tierra de valientes y de personas que no se quedaron con las ganas de hacerlo. En los días que estuve ahí, así me sentí todo el tiempo.
Nota.- Esta historia está dedicada a todas las personas que me apoyaron a tomar esta decisión, todas sus palabras de aliento, también me las llevo en la mochila.