Mérida

En realidad, mi viaje comenzó en Mérida. Desde que empecé a sentir que quería dejar la oficina y cambiar de vida, Mérida siempre estuvo entre mis planes y mis dibujos mentales, siempre fue la primera escala. Y es que la sangre llama, y es que el corazón no falla, y es que con los años, la vida te vuelve a llevar a casa. Ahí, donde viven tus padres, donde está tu cuarto, donde está tu cama. Ahí, donde las repisas y cajones guardan el polvo de la nostalgia, donde gran parte de mi camino inició.

Al menos unas cinco docenas de veces se lo dije a mi psicóloga: “Sara, quiero ir a Mérida, siento una especie de deuda, es casi como una asignatura pendiente, creo que es tiempo de volver”. Invariablemente, siempre acababa el relato de mis sueños diciendo que quería pasar una larga temporada en Mérida.

Quería estar con mis papás. Quería recuperar parte de los siete años que estuve fuera. Sin prisa y con calma. Sin tener que tomar un vuelo de regreso dos días después, sin tener que dejarlos en el aeropuerto, en aquellos ajetreados domingos, casi siempre al cuarto para las tres. Esta vez quería que fuera diferente, quería ser y estar. Estar, disfrutar y ser.

Y así fue, los días en Mérida me dieron el tiempo para convivir de verdad.  Tuve la oportunidad de estar más cerca de mi papá, de conocer a fondo sus proyectos, de poder colaborar con él. Descubrí la red de emprendimientos sociales que ha venido tejiendo con paciencia y esfuerzo en los últimos años, me contagió toda su energía y entusiasmo, me transmitió su espíritu comunitario.

A su lado, tuve la dicha de ir dos veces a una comunidad maya, de conocer a un juez maya, de colaborar en un fascinante proyecto de apicultura al servicio del jaguar y de su entorno. Me enseñó de bioculturalidad, interculturalidad y comercio justo. Entre más me sumergía en la causa, mi corazón se alegraba y se iluminaba un camino que no me esperaba. Hoy, me encantaría trabajar en un emprendimiento social.

Mérida también me dio el tiempo para conocer la vida y los sueños de mi mamá. Vivir de cerca esta nueva etapa de su vida, luego de su retiro del derecho laboral y luego de una maestría en terapia familiar. Me emocionó verla contenta dando sus primeras consultas, me emocionó verla estudiando, nadando y meditando diario. Pero sobre todo, me emocionó verla en un gran momento de vida. Tuvimos muchos ratos en los que pude platicar con ella y escucharla, fuimos amigos y cómplices.

También, Mérida me reencontró con mi hermano Santiago. En los días que estuve ahí, me tocó ver un nuevo comienzo en su vida, como una inyección de energía, como el sol que siempre vuelve a brillar. Así, Santi se volvió maestro y guía, mi mejor compañía. Y hoy me llena de alegría verlo enchufado, con tantas ilusiones y proyectos, con tanta vida. El cariño que le tengo no cabe en este texto y me hace feliz verlo contento. En Mérida, me tocó verlo despertar.

Volver a casa también me dio la oportunidad de encontrarme de nuevo con amigos de toda la vida, con los hermanos del alma. Fue muy curioso, pero en el tiempo que estuve ahí, pude ver a casi todos mis mejores amigos, incluso los que no viven ahí. Con cada uno, tuve el tiempo de compartir y cotorrear. Esta vez no fue de pisa y corre. Esta vez, pude saber en qué van sus vidas, pude escucharlos y conversar.

Al final, Mérida me cargó de una nueva energía. Después de tantos años de vivir en una ciudad grande, el contacto con tanta naturaleza te da una perspectiva totalmente diferente de la vida. Valoré cada momento y cada alrededor. Me fijé mucho en las estrellas, agradecí cada encuentro con la selva, vi muchos pájaros y muchas puestas de sol. Vi muy bien a Mérida, y eso fue lo que más me gustó. Es una ciudad que aún guarda todo su encanto, donde la vida se vive de otra manera y donde mucho se trata de disfrutar. Sí, por qué no, algún día me gustaría regresar y vivir en Mérida.