Quizás tenga que ver con la sensación de desprendimiento, de desplazamiento, de levedad. Es la búsqueda desde la lejanía y desde la ausencia. Desde la soledad. Es querer hacer un alto en el camino, entendiendo que el alma también necesita un respiro, necesita explorar. Volver a ver lo que realmente vale la pena, desde otra perspectiva y desde otra realidad. Dejando que los días se vuelvan largos y las noches eternas. Dándose el lujo de reflexionar. No sé bien cómo explicarlo, pero lo cierto es que hay algo mágico a la hora de viajar.
Eran las seis de la mañana y yo despertaba en Huasca de Ocampo, en la casa de mi Tía Maruja y mi Tío Gerardo. Ahí, me había reunido con mi familia para compartir la luna llena de la Nochebuena. Y aunque disfrutaba mucho mi reencuentro con el campo y con tantos seres queridos, paseaba entre mis venas el llamado de viajar a un lugar más retirado, uno más lejano. Le quedaban siete días a mis vacaciones y tenía ganas de navegar solo y con mochila al hombro. Necesitaba replantearme la vida antes de comenzar el dos mil dieciséis. La víspera de mis treinta y tres.
No lo pensé más y a las siete de la mañana comencé a caminar rumbo a la costa baja del Pacífico. Quería cruzar la Sierra Madre del Sur y descubrir el paraíso que se esconde del otro lado de la cordillera. La otra tierra. Las playas de Oaxaca: Zipolite, Mazunte y Zicatela.
El camino fue bárbaro. De Huasca llegué a Pachuca en una combi colectiva. Luego tomé un camión a la Ciudad de México y cuatro horas después salí rumbo a Puebla. La media noche la pasé en Tehuacán y me amaneció en Oaxaca de Juárez. Ahí me subí a una camioneta que me cruzaría por un tramo desafiante: siete horas de curvas para atravesar la parte más cerrada de la sierra. Complicada orografía que desata una energía muy especial. Un angosto sendero que se eleva al cielo y conecta las comunidades más retiradas. Otro aire y otro cielo. Otro México.
Llevaba un día viajando y ya me sentía muy lejos. Esa misma tarde bajé al nivel del mar y llegué a la Punta de Zicatela, una de las bahías principales de Puerto Escondido.
Los días en las playas de Oaxaca son más largos, te sientes más cerca del trópico y del sol. Y en las noches, un extraño efecto del hemisferio hace que se vean todas las constelaciones. Nunca había visto tantas estrellas y hace tiempo que no sentía tanta paz. Es el encanto del mar abierto. Dejar que el viento traiga de vuelta los ideales y los sueños. Acordarse que algún día quisiste transitar la vida de otra manera, y desde ahí, darse el permiso de escuchar el mensaje del mar. Tomarse la libertad.
En Zicatela descubrí el poder de la tranquilidad.
Seguí mi viaje y el primer día del año me subí a una camioneta de redilas que me llevó por las faldas del valle de Yerba Santa, para luego bajar a las playas que se asoman después de Punta Cometa. Ese día conocí Mazunte, una bahía que habita en medio de un santuario natural donde todos los años migran pelícanos, tortugas y ballenas. Un paraíso en la tierra. Ahí encontré una pequeña cabaña enclavada en lo alto de la montaña donde pasaría la noche. Solo y sin energía eléctrica, el tiempo se hizo más lento y comencé a sentir el ritmo de la naturaleza. Desde lo más sereno, conversé conmigo y con la selva. Comprobé que todo está conectado.
En Mazunte descubrí el poder de la soledad.
Los últimos dos días del viaje los pasé en una playa que me embrujó por completo: Zipolite. Un cacho de mar entre San Agustinillo y Puerto Ángel, pasando Roca Blanca. Un lugar rodeado de bravos riscos donde rompen las olas del azul más profundo. Acantilados que defienden el arrecife que descansa a sus pies. Arena dorada y barro caliente. Una caleta que comenzó a habitarse en los setentas y que termina en la Playa del Amor. Ribera famosa por sus puestas de sol. Esas noches las pasé en un campamento de hamacas que estaba lleno de atrapa sueños. Fueron los días más austeros de mi viaje. Los más felices y los más ligeros.
En Zipolite descubrí el poder de la claridad.
Mis últimas horas en el Pacífico Sur me las llevo para siempre. Estuve sentado frente al mar desde que apareció la primera estrella de la tarde, hasta que cayó el último suspiro de sol. Una extraña melancolía me acompañó. Cuando la luz se agotaba, tomé mi mochila y comencé el camino de regreso a casa. No olvido ese último paseo entre el verde de la selva y el naranja del cielo. Mientras más me alejaba, más significaba mi intención. Regresaba con la misión de cumplir uno de los sueños de mi vida. Volver a atreverme a hacer lo que más me gusta, con todo y sus riesgos. Con lo único que tengo, ofreciendo el corazón.