El gato abrió la ventana y comenzó a volar. Unos tipos de traje negro me están persiguiendo. Me duelen los dientes, como que se me están cayendo. Que guapa la del vestido rojo, la tengo que sacar a bailar. Otra vez estoy corriendo desnudo por toda la ciudad. Mira que hacerlo en el baño no está nada mal. Bájale, o vamos a chocar. Una víbora se está metiendo a mi cama. Basta, necesito despertar.
Los sueños siempre serán uno de los apartados más intrigantes de la vida humana. Ese mundo fantástico, desordenado, incoherente, y muchas veces oscuro, pareciera estar lleno de mensajes, acertijos y encrucijadas. Como si las aventuras, miedos, agresiones y deseos fueran parte de la narrativa del mismo cuento. Como si alguien ahí adentro siempre tratara de decirnos algo. Como si hubiera un secreto.
Existen registros de los sueños desde las pinturas de Altamira y casi todas las tribus del mundo han hecho referencia a ellos. Según los toltecas, los sueños son parte del desprendimiento del punto de encaje para tocar realidades alternas. Muchas leyendas hablan del desapego del alma y el cuerpo durante el sueño. De hecho, en todas las religiones se habla de los sueños como esos momentos en donde existen milagros, revelaciones y encuentros.
Sin embargo, la psicología es la ciencia que durante los últimos 100 años se ha dedicado a entender el comportamiento y los patrones del sueño; su relación con la infancia, el pasado, las emociones y el contexto. Quien abrió la Caja de Pandora fue una de las personas más influyentes en el desarrollo del pensamiento durante el siglo XX: Sigmund Freud. Un adelantado a su época.
Y es que el austriaco dejó un legado con sus estudios sobre la hipnosis, el “Deber ser”, el «Ello», el “Yo», el “Súper yo», la asociación libre y la interpretación de los sueños. Abordó el tema de la sexualidad desde la infancia y la agresión contenida. Fue el primero en hablar de represión. Introdujo el significado de los «lapsus», los chistes, los actos fallidos, los síntomas y los sueños. Fue un hombre muy controvertido, que junto a Marx y Nieztche, era considerado uno de los “maestros de la sospecha”. Un auténtico investigador.
Uno de los descubrimientos más importantes que hizo Freud fue el término del subconsciente. Para él, había una parte de la consciencia que no era perceptible, pero que podía recuperarse a través de los sueños. El valor de su trabajo se dibuja en los caminos para llegar a ese lugar del cual se pueden rescatar recuerdos y sentimientos. Decodificar el mundo guajiro de los sueños y entender su rol con la personalidad y los estímulos externos.
Para interpretar un sueño, Freud advertía una deformación que representaba la lucha entre nuestro sistema de creencias y los deseos. Él decía que esta deformación era intencional y se debe a la censura que el sujeto ejerce contra si mismo. El juez de la mente es estricto y severo. La moral se convierte en una cárcel del alma, que encuentra un respiro en el mundo de los sueños.
Pero el experto vivía en carne propia sus misterios. Y es que el padre del psicoanálisis sufría de dos fobias que muy pocos conocieron: un terrible miedo al número 62 y un verdadero pavor por los helechos. Cuentan que detestaba ir a eventos sociales y era muy austero. Sólo tenía tres trajes y tres pares de zapatos. Su fascinación por el Quijote lo motivó a aprender español por su cuenta y son muchas las historias de lo que sucedía cada semana en el «Café Landtman».
Así, los sueños y los deseos se volvieron el hilo conductor de la pasión de este genio. La historia de un hombre que se atrevió a destapar tabúes en tiempos en los que muy pocos tomaban ese riesgo. Para el papá de Ana, al final los sueños sirven para comunicar todo aquello que el consciente no puede o no quiere aceptar. Un hombre que estaba convencido que la mente guardaba reflejos de una vida más allá.