Crucé a Palestina para llegar. El autobús me dejó en una carretera desolada y desde ahí caminé una hora para llegar a Kalia, una playa en el lugar más bajo de la tierra, por debajo del nivel del mar. Acampé sin tienda de campaña y sin «sleeping bag», sólo tenía una cobija y un libro. Me tocó ver la salida de la luna y la salida del sol. Conversé con un señor palestino que me platicó la crítica situación que viven hoy.
Y al día siguiente, me metí a nadar. Es tan salada el agua, que flotas en el mar, literalmente te puedes sentar. La adrenalina estuvo ahí todo el tiempo. La emoción no faltó. Y Palestina resiste.
